r e l a t o s u c i o

 

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JORDI

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EL HOMBRE FELIZ

 

Nuestro hombre acaba de divorciarse y de soltero pesaba setenta y un quilos. Se casó de muy joven, tanto que incluso creía estar enamorado. "¡Es que huele tan bien!" se decía a él mismo cada vez que pensaba en ella. Cierto, la dama olía a un buen perfume que, al fin y al cabo (y corríjanme si me equivoco), no era más que otro postizo como las pestañas y las uñas que se enfundaba estafadoramente esa mujer después de su baño matinal de leche hidratante.

Pero ese buen aroma, ese gran puñado de feromonas concentradas que volvían loco a nuestro hombre, fue muriendo paulatinamente cada mañana que despertaban el uno al lado del otro. Y con su desaparición, se marchitó también la pasión. Y es que ya se lo decía su padre: "El sexo es lo que aguanta toda relación. Y el sexo con una misma pareja puede hacerte disfrutar un año... dos poniéndole voluntad. Esa es la fecha de caducidad de un matrimonio feliz, hijo."

Nuestro hombre no debió hacerle mucho caso o quizá no escuchó jamás lo que su padre le decía, porque el caso es que se enfundó la alianza de casado y estuvo, por lo menos, siete años sin ponerle los cuernos a su mujer. Antes de llegar al octavo aniversario de boda, la pareja ya había matriculado en primaria a sus dos hijos. Con todo, ya hacía más de seis años que ni el sexo podía solucionar el asunto. La relación no tenía ningún sentido: él se masturbaba viendo películas pornográficas a las tantas de la noche mientras ella fantaseaba con el nuevo James Bond, declarado por la masa como la persona viva más sexy. Final de la historia: "Firmen ahí abajo y todo estará arreglado". Un apretón de manos y sólo cada fin de semana nuestro hombre se hará cargo de los retoños que, por cierto, sacan muy buenas notas en primaria.

Está contento a pesar de la pensión como cargo de manutención de los críos, incluso de haber tenido que ceder en lo de la casa y en lo del coche familiar. Ahora ya podrá verse con su amiguita sin tener luego que decirle a la mujer (mujer, qué extraña palabra para nuestro amigo) la frase que a todo hombre casado le hace sentir rematadamente estúpido e infantil: "Lo siento, tenía trabajo en la oficina". Incluso podrá tontear con cualquier elemento del género opuesto. Ya no hay ataduras. Los únicos lazos que le quedan son sus hijos. Y, al fin y al cabo, los verá dos días a la semana, con lo que no tendrá nuestro amigo que aguantarlos, sólo tendrá tiempo para disfrutarlos.

Resultado de ocho años y medio de matrimonio y seis de padre de familia: un hombre divorciado de noventa y cuatro quilos, con lo que tenemos un balance de veintitrés quilos de sobrepeso. No llegaba a los cuarenta y ya tenía la panza de su padre. Lo curioso es que nuestro amigo no le dio importancia a sus quilos y se repetía convencido: "Soy un hombre nuevo". Y hoy le ha llegado el momento que a todo divorciado le espera: el día en que se lanza la alianza por el desagüe.

"Soy un hombre nuevo", sigue repitiéndose nuestro hombre mientras se dirige al cuarto de baño. Abre la tapa del váter que, curiosamente, no ha vuelto a salpicar de pis. Le deseamos lo mejor del mundo, ¡bravo! Se detiene frente a la taza y mira su alianza. Entonces nuestro hombre feliz tiene un momento de lucidez y metaforea un instante. Piensa que las cloacas que separan su váter del río y por las que viajará su anillo es un símil de su matrimonio: él es el anillo y las pudientas cloacas son su vida de casado. El divorcio es el río al que llegará el anillo, donde se lavará de toda la mierda que habrá recogido durante su viaje. Y el mar al que le llevará el río es toda la vida de nuevo soltero que le queda por delante. ¿Cómo no puede ser nuestro hombre un tipo feliz? Toma la alianza entre los dedos, de pie frente al desagüe del váter. Sólo basta un pequeño tirón. "¡Mierda! ¡Será hija de puta!": veintitrés quilos de sobrepeso son muchos quilos y la alianza se queda atorada en su anular morcillón.

(Enero 2002)